Educar en tiempos de pandemia
Carlos Irías Amaya
Esta crisis mundial, provocada por la pandemia del Covid-19, nos deja en evidencia algo que ya sabíamos: la forma actual de entender y hacer educación no da más. Suponer que la educación de calidad está referida inherentemente a la aglutinación de unas personas, en un espacio cerrado al que llamamos aulas, con un profesor desarrollando unos temas que cree o le han dicho que es lo que ese grupo necesita saber, es más que obsoleto. En efecto, ese modelo de educación está construido sobre la base de una configuración de relaciones con características y los consecuentes problemas, como los que a continuación menciono:
- La preponderancia de la clase magistral. El principal cuestionamiento a esta visión, es la generación de relaciones de poder, mediante rutinas verticales entendidas como “obediencia”, en donde quienes tienen la información validada son los que mandan.
- Proceso centrado en los contenidos. ¿Cómo se eligen esos contenidos? ¿Cuáles son las fuentes generadoras de los mismos? Desde aquí se posibilita la difusión de nuevas prácticas colonialistas. No hay un reconocimiento de los saberes locales y ancestrales. La cientificidad del conocimiento se restringe a la aplicación de unas metodologías que terminan siendo más importantes que el conocimiento producido.
- Los procesos formales de la educación se imponen a las experiencias creativas, contextuales y emergentes. Por eso hay que ir a un recinto, someterse a unas reglas del juego de estricto cumplimiento, para ser promovido. Desde esta mentalidad se ve con desdén los procesos académicos desarrollados en línea, a distancia, de autoestudio, etc.
- Desconocimiento del contexto vital de la persona y de sus capacidades de aprendizaje. La masificación de la educación, que tiene su valor e importancia en términos de cobertura, también presenta limitaciones. Y una de ellas es un principio básico de sentido común: no se puede ayudar a quien no se conoce. Dónde vive, con quién, en qué condiciones, qué le gusta de la vida, qué le reclama, etc., son preguntas generadoras de oportunidades para conectar con los deseos de saber y de vivir en las personas aprendientes.
- Escasa producción de conocimiento. Por un lado, el personal docente se documenta poco, con miras a tener información actualizada. Y, por otro, en el mejor de los casos, se vuelve divulgador de ideas ajenas al contexto del hecho educativo.
- En estas circunstancias coyunturales, en las que hemos cerrado los portones de los centros educativos, tenemos dificultades para desarrollar los procesos con “normalidad”. En zonas del mundo en que las condiciones socioeconómicas de las familias posibilitan la virtualización como entorno de aprendizaje, el inconveniente es de otro tipo, y proviene del hecho de que el profesorado no está preparado y no solo porque le falta formación tecnológica. El problema de fondo es que “lo hemos sacado de las aulas”. Usando una metáfora, sería como pasar de una pecera, donde por lo general las condiciones son conocidas y están bajo control, a las inmensidades del mar. No obstante, si lo que se pretende es aprender, ¿qué mejor laboratorio que la riqueza de la naturaleza?, ¿qué mejor contexto social que la familia?, ¿acaso la red de internet no es la biblioteca más grande del mundo?
Ante este escenario, novedoso e incierto, la pregunta más crucial que tendríamos que indagar, dado que abre el camino a otra forma de educar, es ¿cómo se vive la emocionalidad en los entornos virtuales? Porque la separación física, que parece necesaria en tiempos de pandemia, no tendría que suscitar distanciamiento social. ¿Qué saberes estamos cultivando en el sistema formal de educación, si al confinarnos en casa se incrementa la violencia intrafamiliar, en particular la ejercida contra las mujeres? Si a la escuela vamos a apropiarnos de información científica y técnica, pero no aprendemos a convivir, seguiremos fracasando como lo estamos haciendo ya y desde tiempo atrás.
Otra metáfora interesante para destacar es la de la guerra. Impulsada en buena parte por los políticos, esa postura con afanes hegemónicos permea los entornos educativos y nos cobra la factura en lo real de la vida. Siguiendo esta lógica, “el otro” se convierte en una amenaza, se fortalecen las ideas nacionalistas e incrementan las prácticas segregacionistas. Quienes fueron migrantes en el pasado, parece que han perdido la memoria, y hoy repelen con muros y leyes el riesgo de contagio social a causa de la posible llegada de “infrahumanos”, causando una especie de alterofobia. La gran conmoción en este momento es resultado de que la mayoría de las muertes por el Covid-19 están aconteciendo en el “primer mundo”. Sin embargo, hay otras pandemias vigentes. El hambre mata a millones cada año, pero en el “tercer mundo”. ¿Quién fabrica y vende armas?, ¿quién declara guerras y ejecuta invasiones y ataques armados?, ¿en cuáles zonas del mundo?, ¿quiénes son las víctimas? Y finalmente, ¿quién llora esos muertos?
Con todo lo dicho, ¿para qué ha servido la educación? Es obvio que al igual que otros ámbitos, la educación es un instrumento ideológico de los estados, ¿para qué? ¿Para construir un mundo más humano y más digno en el que no haya descarte social? ¿Para afianzar y sostener el “estado de las cosas”? ¿Para empujarnos a ser hombres y mujeres libres, con talante ético, capaces de elegir, sensibles al dolor de los otros seres humanos? Con los sistemas productivos dominantes y nuestras prácticas vitales cotidianas, ¿respetamos la vida del ecosistema que es el Planeta? El modelo de desarrollo económico, que también ya fracasó y nos lo enrostró esta crisis mundial, ha causado más daño que beneficio. Lo que sucede es que los que han sacado provecho son quienes ostentan el poder. Pero es evidente que el sistema-mundo, tal como se concebía y sostenía, se quebró. Después de esta pandemia, que no es más que la gota que derramó el vaso, ¿volveremos a insistir en las mismas respuestas? ¿Por qué no comenzamos por plantearnos nuevas preguntas?