La tejedora de sueños.
La educación en la trama de la vida

Publicado por Kairós en

Carlos Irías Amaya


A Lorena Solís, por la complicidad.
Extrañaremos la locura desmesurada
con la que amaba la vida.

 

“Si no intentamos lo imposible,
estaremos condenados
a afrontar lo inconcebible”.
Grafiti Revolucionarios “Mayo del 68”,
en Francia.

Preámbulo

Vivimos tiempos difíciles. Prácticamente el mundo entero padece los embates de una pandemia que no se detiene. Además de enfermedad y muerte, los daños colaterales también son palpables. Hay dolor y sufrimiento por doquier, y dicen que lo peor aún no asoma. El gremio científico trabaja afanosamente en la elaboración de posibles vacunas, pero sus protocolos requieren de plazos largos para certificar un descubrimiento de esa índole.

Por lo visto, nadie estaba preparado para bregar con esto. En el mapa de su trayectoria, el Covid-19 comenzó los estragos intranquilizando las vecindades del primer mundo y, según va avanzando, se ha ido posicionando con fuerza en los países pobres o en vías de desarrollo, como suele decirse elegantemente. América Latina, en particular, es el foco de atención en estos momentos. Con ese panorama, ¿es posible ver el futuro con esperanza?

El ritmo habitual de vida ha cambiado en buena parte del Planeta. Paradójicamente, mientras la actividad humana se vuelve más lenta, como mecanismo de sobrevivencia, la otra parte del ecosistema, que no es humana, descansa y florece. Los cielos están despejados, el aire y los mares más limpios, los animales deambulan libremente. Mucha gente se confinó en sus casas a esperar que pase el cortejo del coronavirus. “¿Cómo será la vida cuando volvamos a la calle?”, interrumpía un niño a su madre, mientras miraban la televisión, sentados en la sala de su hogar. Sin duda, es una gran pregunta.

La inquietud del niño, catapultó en mí otra preocupación, en este caso, asociada al mundo profesional en que me muevo: ¿Cómo será la educación después de esta pandemia? Lideando con estos días inciertos, me he dado a la tarea de poner por escrito los pensamientos que vivifican mi anhelo de tiempos mejores. A Aristóteles se le atribuye una expresión que nos puede dar cobijo en el ínterin de esta calamidad: la esperanza es el sueño de los hombres (y mujeres) despiertos. Con ese telón de fondo, me he planteado una pregunta de trabajo: ¿Qué cambios requiere hoy la educación? A los linderos de ese tópico, busco acercarme con este trabajo.

Unas inevitables consideraciones

Responder la interrogante que da salida a este escrito, puede ser un ejercicio bien intencionado. El paraguas del sistema que ampara el espectro educativo, hace ratos presenta unas roturas insalvables. Las medidas que impulsan las personas e instituciones tomadoras de decisiones, con frecuencia ensimismando su proceder mediante ejercicios endógenos, no son más que remiendos en un lienzo que ya cedió. Nos mojamos, ciertamente y, en el entretanto, sigue lloviendo.

Sin embargo, salir de esa tormenta no es fácil. Mucha tinta corre, caligrafiando soluciones eficientes que funcionen como una “cura de laboratorio”. Emulamos “conversaciones de cantina” (ahí donde se resuelve lo imposible), convocando foros, eventos y definiendo planes estratégicos de organizaciones de todo calibre, para resolver el acertijo de un mundo que aún no desciframos. Construimos y diseñamos respuestas y alternativas, pero el deterioro de la vida, en su amplio sentido, es cada vez más visible. ¿Será que nos estamos haciendo las preguntas adecuadas?

No tengo la pretensión de formular la pócima que dé sanidad definitiva al quebrantado andamiaje educativo. Lo que sí quiero, es compartir algunas reflexiones, producto de dejarme mecer por los vaivenes de diálogos, algunos inacabados, en busca del elixir del saber. Sin vino y entremeses, también es posible asistir con entusiasmo a esos amigables asideros que albergan una que otra “taberna del pensar”.

El primer argumento que me interesa poner sobre el tapete, concierne a las cuestiones indagatorias. Pues, como mencioné arriba, quizá el problema está en las preguntas. Entonces, dado que no habrá brebaje que remedie todos los males, requerimos de hojas de ruta, tan humildes como honestas, que vuelvan factible el esfuerzo de balbucear posibles contribuciones a la búsqueda en la que actualmente nos sumergimos, haciendo y disoñando la educación.

En ese sentido, la principal matización de este asunto, refiere a una situación evidente. Y, lo que suele suceder con lo obvio, es que le pasamos de largo y no lo vemos. El inconveniente de viabilizar un cambio en la educación, presenta la dificultad orgánica y funcional de no identificar estrategias y medidas que, per se, conlleven una incidencia mundial. Puesto que, cualquier acción por profunda y consistente que sea en términos de impacto, siempre es situada y su despliegue prorrumpe de un punto de partida. Dicho de otra manera, no hay soluciones de índole general para problemas contextuales, aunque estos últimos se manifiesten coincidentemente en diferentes escenarios sociales en el mundo.

En tales circunstancias, parece oportuna la metáfora del “efecto mariposa”, para soportar la premisa: piensa globalmente y actúa localmente. Quizá el aleteo, cuyo poder transformador está en la sutileza de su fuerza, en un crecimiento vertiginoso pueda sacudir lo inamovible en las dogmáticas del pensamiento. Particularmente aquel cuyas formas de entender la educación siguen enfocadas en responder a un sistema-mundo ya agotado.

Puestos sobre la mesa esos prenotandos, deseo aportar al menos, unos postulados en clave propositiva, para pintar un paisaje del multiverso que imaginamos desde el telar que tejen las tareas educativas. No vale como cartilla de recetas, pues ese camino ya ha sido andado y no nos llevó al lugar soñado. Lo mío es, apenas, una puesta en común con la aspiración de seguir desentrañando derroteros nuevos, o recuperando otros que acaso hemos dejado postergados en algún cajón de la memoria.

1. Enfocar el quehacer de la educación desde la propensión de las personas a aprender

Como seres vivos, lo que nos sustenta es el continuo acople estructural con el medio. Esa dinámica adaptativa a las condiciones contextuales constituye el meollo de la aprendiencia que da paso a la preservación. Esto es posible, gracias a la capacidad que tiene el ser vivo para autoorganizar todo lo que necesita, sea información, energía, carga nutrucional o más elementos, captándolos del entorno. Es decir, nos mantenemos con vida, gracias al inter e intraactivo proceso de aprendizaje.

Esta es una puntada urdidora de nuestro telar, ya que en términos educativos ocurre lo mismo. Es tan fuerte la propensión al aprendizaje que, contradictoriamente en muchas ocaciones en la escuela “aprendemos que es difícil el acto de aprender”. De ahí las desafortunadas prácticas de tortura académica, de larga data, a las que en no pocos casos nos han sometido, o en las que, tal vez, hemos sido sus perpetradores.

Por ello, confirmo que no hay error al afirmar que la enseñanza mutila los deseos de saber y desconoce los anhelos profundos de las personas aprendientes. Esto acarrea una tendencia a ejercer un adoctrinamiento, anulándoles como sujetos de su propia formación. Siendo así, este postulado facilita las cosas para patentizar que, más que dar respuestas desde objetivos y contenidos programáticos preestablecidos, hay que propiciar la indagación y la experiencia de descubrimiento de quienes participan en el hecho educativo. ¡Que la serendipia nos lleve al eureka!

2. Entender que la educación es mucho más que la escolarización

Si nos detenemos un momento, caeremos en la cuenta que, lo que actualmente está en crisis es la escolarización. La educación, en cambio, sigue fluyendo, porque está vinculada a todo el dinamismo de la vida. Es notorio que la pandemia causada por el Covid-19 ha provocado la paralización de la presencialidad como forma habitual y, más aún, “natural”, para desarrollar el acto educativo. Sin embargo, esta transgresión del virus a las prácticas de socialización, en lo concerniente a la educación formal, nos hace ver que hay muchos espacios, ámbitos, modalidades y metodologías para llevarla a cabo.

De hecho, diversas experiencias y programas fueron surgiendo en un esfuerzo por democratizar el acceso a la educación formal. Así se ha dado cobertura a sectores socioculturales históricamente olvidados. En una muestra de voluntad inclusiva, también se amplió el abanico de oportuidades para atender a personas y grupos que por nuevas configuraciones de vida y trabajo, se ven imposibilitados a incoporarse al sistema tradicional basado en la presencialidad. Son pasos importantes indiscutiblemente.

No obstante lo anterior, parte de lo caduco del formato de la educación escolarizada, son sus abundantes problemas. Entre ellos, destacan, la poca flexibilidad a la interacción más allá del aula, con horarios estructurados y rígidos, régimen de convivencia basado en reglamentaciones disciplinarias, planes de estudios desarrollados secuencialmente, el personal docente teniendo el control del proceso, la evaluación basada en el traspaso de contenidos y no en el aprendizaje, entre otros. Esta es una fotografía, en términos generales, de cómo el hecho educativo ha venido resistiendo al paso del tiempo, pero no necesariamente adaptándose a las nuevas condiciones.

Hoy las circunstancias son distintas. En gran parte del mundo las escuelas están cerradas. Aunque la herrumbre no solo afecta los candados y portones, la transición a otras modalidades, estrategias y enfoques pedagógicos no está siendo fácil. Existe la tentación de identificar univocamente el concepto de “calidad educativa” con lo que acontece puertas adentro en los recintos escolares. Sin embargo, el efecto pandémico no ha hecho más que enrostrarnos la inconsistencia y decadencia de apuestas educativas que, tiran hacia el pasado, viendo venir los desafíos del futuro.

La dinámica educativa, al igual que la vida, es compleja. Ocuparse de ella demanda, en consecuencia, un abordaje que dé cuenta de los vericuetos y marañas vinculares, que le son propios en tanto proceso vivo. Por ello, la situación es propicia para desdibujar las ficciones de un mecanicismo que se niega a dar sus últimas bocanadas. Efectivamente, el objetivismo, el reduccionismo, el positivismo y el determinismo, son pilares de esa visión paradigmática desde la que se ha diseñado hasta ahora la cartografía del quehacer educativo.

Así las cosas, reconocer el problema es, sin duda, el inicio de la solución. Y, parte de la misma podría ser que ya la tengamos a mano, pero sin un aprovechamiento optimizado e integral. En este sentido, me permito una acotación adicional para referirme a otro mito latente en estos días. Hay una tendencia a sobrevalorar el rol de las tecnologías de la información y la comunicación. Es peligroso situar el futuro de la educación en el escenario exclusivo de los entornos virtuales y el instrumental tecnológico por muy sofisticados que sean. En el fondo, solo se trata de herramientas que, dependiendo del uso que hagamos de ellas, pueden aportar o no al enriquecimiento del proceso de aprendizaje de las personas participantes.

Entonces, ¿qué hacemos? Una combinación de todas las opciones posibles, en cuanto a estrategias, modalidades, metodologías y recursos pedagógicos, quizá resulte lo más adecuado para salir de la cuadratura de la enseñanza y por fin orientemos los esfuerzos hacia el aprendizaje. Es innegable que en el periplo subsisten problemas estructurales que superan lo pedagógico, por ejemplo las desigualdades sociales. Del mismo modo, habrá que incorporar al ser y quehacer educativo, referentes nucleares como la interculturalidad, la resiliencia al cambio climático, entre otros, que requieren de otro tipo de abordaje, más no ser ignorados.

Posterior al actual panorama pandémico, es probable que tengamos que acostumbrarnos a vivir con la amenaza del virus. Esto no es nada nuevo. desdichadamente nos vamos habituando a otras tragedias más letales e injustas. Y cada una exige creatividad en los afanes adaptativos para no morir en el intento. Un destello tímido y sigiloso asoma de esto: con el vendaval del Covid-19 posiblemente la escolarización ya no será la misma.

En medio de todo, esa es una buena noticia. Aunque haya quienes adviertan con temor la incertidumbre que supone la reconfiguración de las relaciones pedagógicas. Pero, visto en positivo, podemos potenciar el asombro, la sinergia y la paradoja para salir del engranaje mecánico que aprisiona a la institucionalidad. Ojalá, también erradiquemos la exclusión y el control que han imperado en el sistema educativo bajo esa mirada.

3. Superar la noción de «normalidad” para hacer educación

¿Qué es normal y qué no lo es? ¿Quién lo define y desde dónde? Ese impreciso e inapropiado término instituye un modo de existencia basado en el deber. Como resultado, el mundo exterior se impone con argumentos y condicionamientos socioculturales que, en nombre de las mayorías, atropellan la dignidad intrínseca de las personas que no responden a “formatos homogeneizantes”. De suyo, al seguir esa lógica, hemos incurrido o atizamos el peligro de violentar el ser en su expresión más entrañable, terminando por asumir vidas, roles y estilos que no son los propios.

En esos abordajes, constatamos que no hay neutralidad. Tampoco todo esfuerzo ha sido negativo. Las mediaciones para la convivencia, en diferentes espacios de lo público, provienen de la disposición de condiciones para la generación de consensos sociales, aunque alcanzarlos no siempre ha sido fácil. Todavía hoy hablamos de “minorías” para referirnos a colectivos en situación de fragilidad y riesgo en la obtención y respeto de sus derechos.

En esa perspectiva, sería reprochable negar que la escuela, la religión y otros espacios como la familia y las ideologías, son vehículos mediante los cuales coercitiva y hegemónicamente se procura inducir desde la infancia, a través de las expresiones de la institucionalidad social, criterios para la modelación de formas de comportamiento, pensamiento, vivencia de los afectos, etc. En continuidad con esta vía aseverativa, me invade la siguiente pregunta: si el quehacer de la educación estuviese centrado en las personas aprendientes, ¿no sería más provechoso educar para la libertad?

4. Educar es, en el mejor de sus cometidos, el dinamismo que orienta la búsqueda de sentido

Cuando no ayuda a encontrarle sentido a la vida, la educación, por muy difundida y prestigiada que esté, no tiene sentido. Por tanto, hay que superar la mentalidad de la “docencia”, que asume como su natural ocupación, la tarea de enseñar. La dificultad mayor de este modo de entender el hecho educativo es que, contrario a lo que pueda pretender, por loable que sea, su incidencia se limitará al mero traspaso de información.

Si lo que interesa es promover el aprendizaje, las relaciones pedagógicas se configuran de manera diferente. Porque implica una transformación en las personas y su entorno. De tal manera que, quien aprende no solo se apropia de los contenidos, también los integra a su vida en su dimensión más cotidiana. No es un acto exclusivamente intelectual. La persona experimenta un cambio y, al hacerlo, también modifica el medio con el cual se vincula.

Para que eso sea posible, enfoques como la Biopedagogía sugieren orientar el proceso desde la mediación pedagógica. Que consiste en el desarrollo del hecho educativo concebido en una dinámica de interacción en la que haya participación, relacionalidad, creatividad y expresividad. En esa perspectiva, además de los contenidos, importa la persona y su mundo de posibilidades para que pueda alcanzar niveles satisfactorios de realización y felicidad, sin perder de vista que es parte de un entramado. Puede que los paraísos en solitario resulten demasiado aburridos.

Partiendo de lo dicho y, para no perdernos en el camino, como horizonte inspirador propongo acoger lo que llamaríamos “una pedagogía del cuidado”. Entendiendo esto como la experiencia de transitar los trayectos del aprendizaje sin afanes de controlar el proceso, sino, colaborativamente ir desarrollando y habilitando las capacidades del pensar, el hacer y el lograr. Desde esta perspectiva, puede potenciarse la toma de conciencia que impulse a soltar las amarras de la colonialidad históricamente establecida en las esferas del poder, el saber y el ser.

5. La educación por sí sola no supera los problemas sociales

No es la ocupación primordial de la educación resolver los problemas de la sociedad. Pero, tampoco es conveniente que dé la espalda o cierre los ojos a lo que sucede alrededor. Desvinculado del contexto próximo o global, el hecho educativo se convierte en un acto de instrucción. Es un almacenaje de información que luego es verificado mediante obsoletas prácticas de evaluación que no dan cuenta del aprendizaje. Un ejemplo de ello, son los exámenes.

No basta, pues, con la acumulación de contenidos científico-técnicos sin descubrir o preguntarse, al menos, qué tienen que ver con la vida. A este propósito, en seguida se advierte el apremio de un giro casi copernicano que provoque la recuperación de la globalidad de la experiencia, en términos de hallazgos y vivencias. Al mismo tiempo, supone también la invención de sistemas de valoración que incluyan la autovaloración, co-valoración y, por supuesto, la apreciación de quienes median el proceso.

No obstante lo anterior, sí es menester de la educación impulsar la reconfiguración en la visión de mundo, en las personas y en sus vínculos, de cara a que cada ser humano viva en condiciones aceptablemente dignas. Y ese es un salto significativo hacia la transformación colectiva. Por ello, de lo más valioso que podemos aprender en y desde la interacción en los entornos educativos, es a convivir.

Al respecto, sería beneficioso incorporar en el diseño de las experiencias de aprendizaje, contenidos y actividades que promuevan el cultivo de la espiritualidad. En su esencialidad, ella es inherente al ser humano. Puesto que concierne al modo de ser, estar y asumir la vida en el intrincado de relaciones con el cosmos, con los demás cohabitantes y, por supuesto, consigo mismo, dando razón a su existencia. Por eso, la espiritualidad tiene que ver con el corazón de la vida. La nutre y sustenta en el tejido que surge de la religación con el todo.

6. Pensarnos como seres vivos inmersos en una trama

No somos un cúmulo de soledades infinitas. A pesar de los recurrentes y fervorosos llamados a poner en práctica el aislamiento social, esa solicitud cargada de sana intencionalidad, no deja de ser un cuadro enteramente imaginario. El acto de vivir se despliega y transcurre inmerso en una trama que es dinámica, mayor a las posibilidades individuales, y que, en consecuencia, no nos es posible dominar. El antropocentrismo es otro mito que se nos está diluyendo como agua entre los dedos.

En el patrón vincular del fenómeno de la vida, mediante la simbiosis de sus relaciones, subsisten las singularidades y el entramado, sin que lo uno aniquile lo otro. La lucha de opuestos, heredada de Darwin, ya ha sido superada con esta forma de dilucidar el proceso. Visto así, en la complejidad que le es inherente al tejido de la vida, el todo no se explica ni se le llega a conocer a profunidad, reduciéndolo a la más simple dimensión de los componentes que lo constituyen. Es más que la suma de las partes.

Desde esa perspectiva, lo singular y el medio se afectan mutuamente en el fluir de la vida manifestada en los vínculos. Errante por los senderos, entre remolinos y bifurcaciones, nada ni nadie me es ajeno. No cabe duda, entonces, que en el plano de la educación, es indispensable cultivar el pensamiento crítico, en un esfuerzo auto e intersubjetivo. Pero, igual importancia conlleva la emocionalidad, aceptar y dignificar la capacidad de amar, la propia y la de los demás, lo mismo que las particularidades culturales, raciales, etc. Se trata de que cada ser humano sea reconocido en su legitimidad.

7. Deconstruir las ciudadanías y sus narrativas nacionalistas

La ciudadanía es el modo en que se organizó la sociedad, ponderando premisas consustanciales a su ímpetu de perdurabilidad. Tales son el sentido de pertenencia y la asimilación de identidades. Con ellas se pretende posicionar las formas de participación mediante una validación de derechos que den paso a la cohesión en un determinado mundo social y político.

Pasando por diferentes estadíos en su devenir histórico, esta noción trae consigo evoluciones importantes. Una de ellas es el paso de la miríada de estado-nación al concepto de comunidad. Más aún, parte de su influjo, en una derivación distinta a la acuñada originalmente por Marshall McLuhan, también aquí encuentra asidero la acepción de “aldea global”, en lo relativo al surgimiento de nuevas normas sociales, igualdad y protagnismo de los individuos en el terreno de lo público, de cuyos efectos, se presume, sobrevienen cambios en las formas de relacionarnos.

Sin embargo, las contradicciones y problemas de fondo también le siguen acompañando. De ahí aparecen proyectos amparados en el umbral de la soberanía de las naciones, diseñando planes de seguridad para los ciudadanos reconocidos como tales en sus coordenadas geopolíticas. De su gravoso despliegue devienen los patriotismos nocivos con sus prejuicios excluyentes y discriminatorios. Parte de las dificultades de convivencia que padecemos en no pocos lugares, son resultado de la violencia que generan estos fenómenos sociales. Preocupa, a ese respecto, la escalada de movimientos y grupos con tintes nacionalistas y supremacistas apareciendo en diferentes latitudes.

Con tales bemoles, resulta extemporáneo e inadecuado seguir izando ese tipo de banderas. Por su carácter alternativo a esa visión, como ya lo vienen haciendo otras voces y colectivos, destaco la emergencia vivaz, creativa y multiparticipativa de la cuidadanía. Con este concepto se estimula la capacidad de acoger a otros seres humanos, a partir del referente de la confianza que nos da la experiencia de habitar la existencia humana desde el cuidado, y no la desconfianza proveniente del mundo ilusorio de la seguridad ciudadana. Esto puede ampliarnos el horizonte hacia un sentido de pertenencia con dimensión planetaria.

Concluyendo: la vida es un telar que sigue tejiéndose

El contexto pandémico que acecha con notable virulencia, está desnudando la fragilidad del sistema-mundo en el que vivimos. Es notorio en la economía, en el ámbito sanitario, así como en las endebles fibras de la política. Sobre esta última, con diversas expresiones, como trajes a la medida, autodenominándose “democraticas”, se amparan clases dirigentes con tendencias, hasta contrapuestas, para erigirse como paladines de la gobernanza de los países. En ese tinglado, descalabrándose de a poco en unos rincones, a pedazos en otros, también hay que incluir el sector educación. Dicen que nada está normal.

Efectivamente, en los tiempos que corren, hay mucho interés por definir los parámetros de lo que será la multimencionada “nueva normalidad”. En sintonía con lo dicho en otro apartado en torno a este asunto, sería penoso aspirar a un renovado escenario mundial, post Covid-19, fundamentado en esa clave de lectura. Lo mismo que evocar con nostalgia “la antigua normalidad”. El mundo que fue nos trajo aquí, con sus aciertos y fracasos, avances y tragedias. ¿Hemos aprendido las lecciones?

Las sociedades son lo que su educación les da. Y viceversa. Si el mundo que soñamos tuviese como referentes unas condiciones de vida basadas en la justicia, la paz, el respeto de los derechos de todos los seres humanos, con inclusión y equidad, por mencionar algunas, entonces la educación no debería ser la misma que nos ha llevado al decepcionante y triste corolario que tenemos en no pocos escenarios. Las estadísticas del estado de la situación en cuanto al hambre, violencia, pobreza, entre otros, son más que dramáticas.

En lo concerniente a la educación, no basta con aumentar la cobertura. Tampoco con alfabetizar y formar para la obtención de un título u otra acreditación. Las reformas curriculares son insuficientes o simplemente no responden a los problemas de fondo. En buena parte del globo terráqueo ni siquiera hemos disminuido las asimetrías entre lo urbano y lo rural, el centro y la periferia. Hay territorios y colectivos humanos a donde las oportunidades, si llegan, van dosificadas en un gotero. Y eso que los resultados de ese tipo de gestión son consignas de campaña que hacen ganar elecciones.

La principal ocupación de la educación formal y no formal, escolarizada y familiar, tendría que ser la de “mediar pedagógicamente” para que profundicemos en lo que entraña lo humano. Es decir, ayudar a que cada quién esculpa su mejor versión. Aportar instrumental analítico con los cuales las personas se apropien de elementos de discernimiento para distinguir entre lo importante y lo no negociable. Que podamos construir un sentido de la responsabilidad que nos permita amar la libertad, cuidar la vida y procurar la felicidad. Por allí empieza la educación de y con calidad.

La coyuntura conspira para intentar un cambio que se vaya hilvanando según emerjan las posibilidades. Desde diferentes espacios geo-sociales pueden surgir experiencias generadoras de transformación. El proceso no ha de ser lineal. La dinámica de la vida se va entramando en su complejidad como una telaraña. De cualquier punto de ella surgirá un hilo que, junto a otros, en una interacción vincular, potenciarán el tejido a proporciones cósmicas. ¡Ese es el sueño que me mantiene despierto!

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